EPÍLOGO de Juan Claudio Álvarez
La
historia descrita en el Génesis de las ciudades de Sodoma y Gomorra, aporta a
la cultura judeocristiana el tono ominoso de una tragedia anunciada, inevitable
y con el agregado amargo de no haber sido posible encontrar entre sus calles el
mínimo necesario para convencer a la divinidad de cejar en su propósito de
aniquilación.
Dos ángeles se acercan a la tienda de
Abraham para anunciarle el próximo nacimiento del hijo que tanto anhelaba por
parte de su esposa anciana, y a quien hace años le había cesado “la costumbre de las mujeres”. De paso,
también le advierten de las intenciones de Dios para con las ciudades de la
llanura: destruirlas, porque sus grandes pecados y abominaciones habían subido
hasta el cielo, como una pestilencia que reclamaba una limpieza absoluta que
sólo se podría lograr a través de la muerte y posterior purificación de los
poblados, mediante el fuego y el azufre que ahora llovería desde los cielos.
Sorprendido y preocupado por la
catástrofe vecina, Abraham recuerda a los ángeles que su hermano Lot se había
trasladado a vivir allí y pide misericordia. Los enviados aceptan dejar en paz
a estas ciudades sólo si es posible encontrar un mínimo de diez justos entre
sus habitantes.
El asunto acaba de la peor manera: los
ángeles son recibidos por Lot, quien se ve en la tarea ingrata de protegerlos de los citadinos para evitar que los apresen y violen. En su empeño, llega
a ofrecer a sus hijas vírgenes a la muchedumbre para que hagan con ellas lo que
se les antoje, a cambio de que sus invitados no sufran el daño que les amenaza.
La
multitud le acusa de querer erigirse en juez siendo extranjero, le advierten de
que harán con él cosas peores que las que esperaban a los visitantes e intentan
por la fuerza entrar en su casa. Los ángeles, entonces, ciegan a los atacantes
y sacan rápidamente a Lot y su familia de allí, develando la terrible verdad
de lo que se aproxima. Les ordenan no mirar atrás mientras huyen; mandato éste
que su esposa no obedece y que le significa transformarse en estatua de sal.
Una
vez consumado el castigo divino, la magnitud de la destrucción es tal que las
hijas de Lot creen ser, junto a su padre, los únicos sobrevivientes en toda la
tierra y, convencidas de ello; emborrachan a su progenitor para acostarse con
él y así lograr tener descendencia de quien creían el único varón que había
quedado vivo tras la devastación.
Con
el tiempo, y como reflejo de aquello que los sodomitas pretendían perpetrar en
Lot y sus invitados, las ciudades de la llanura prestaron su nombre a aquellos
placeres sexuales no conducentes a reproducción —principalmente, el sexo anal y
la homosexualidad—. Sin embargo, en ninguna parte del relato bíblico se expresa
que las ciudades fueran destruidas por ello; antes bien, lo que sembró su
condena fue la falta de hospitalidad con el viajero, la total desconsideración
con las necesidades mínimas del prójimo, la imposición de una crueldad que
podría ser traducida en el aserto: NO HAY MÁS LEY
QUE MI PROPIO DESEO.
Reflejo de esta ley abyecta, es quien
siembra el mal a sabiendas de lo que hace: el ladrón, el mentiroso, el estafador,
el asesino, el violador y cualquiera de todos los aconteceres humanos en donde
el otro no importa más que como mero objeto de satisfacción o provecho y sin
ofrecer a cambio reciprocidad alguna. Es el imperio del egoísmo lo que ha
castigado a fuego y azufre la implacable mano de la divinidad.
Y
es este egoísmo el que debió parecer vil a los ojos de Lot y su gente, pastores
nómadas que dependían de la solidaridad y confianza mutuas entre aquellos que
compartían el vagar y habitaban las amplias estepas de una tierra sin muros.
El contraste entre el nómada que no
concibe declarar como suyo un trozo de terreno porque nada es suyo, y todo es
suyo por ser de todos; es el contrapunto en negativo de aquello que funda la
realidad de la ciudad: sus puertas de entrada y de salida, sus calles y
viviendas, sus límites y extrarradios; en fin, su afirmar en cada trazado y
cada margen el sello de una propiedad excluyente, en virtud de la cual es
posible definir quién es natural y quién extranjero, es decir: quién tiene
derecho o carece del mismo y, en consecuencia, puede o no puede alzar la voz
para denunciar una injusticia.
Santiago
Calleja Arrabal (Barcelona, 1966) elige el escenario de esta tragedia
bíblica —de forma simbólica—, para verificar la persistencia del mito en el
acontecer de la ciudad actual que se torna así en escenario mítico. Construye
su texto, dejando en evidencia o denunciando, lo que observa en el transcurso
de su andar entre las calles, torres y garitos de una ciudad en donde también
puede sentirse refugiado o extranjero: un nómada que cruza las avenidas de la
sombra, en busca de aquella ansiada luz que, por ausente, flota de trasfondo
como el anhelo melancólico e hiriente que producen las noches que se han vuelto
demasiado largas y desgastadas por el uso y abuso, de un ir en pos de un anhelo
que no existe, y que se exige de esa realidad. Todo ello provoca frustración y
crítica, bastiones de este poemario.
Fue en el verano de hace ya casi un
año, que recibí la sorpresiva y grata invitación a leer este libro, comentarlo
y, de paso, visitar los lugares que lo inspiraron. Después de hacer un par o
más de preguntas respecto de la naturaleza del escrito, acepté encantado la
tarea propuesta, considerando tanto al autor como las circunstancias a las que
esta lectura prometía trasladarme.
Esa
noche, pudimos beber mirando la ciudad desde las altas torres, subiendo y
bajando las iluminadas escaleras, recorriendo los bares y caminando por las
calles envejecidas. Leímos entre desconocidos nuestros versos: traficantes,
proxenetas, mercaderes de distinto pelaje, junto a su nutrida y singular
clientela.
Pude
comprender de esta manera las líneas centrales que pulsan esta potente
colección de poemas sangrados; con la sinceridad de aquél que, abierto a las
preguntas, va concluyendo y delineando el paisaje claro de lo que ha respirado
y sorbido con su propia voz y su propio aliento. Aquí el libro deviene un
testimonio vivo, vital: pura experiencia trascendida y asimilada por una
conciencia poética que explica o novela aquello que ha vivido, y que siente
como propio.
Es
a un tacto en carne viva lo que estos poemas invitan. En carne viva y de una
franqueza que cala hasta los huesos, sólo porque es con esta brutalidad de
sentimiento tan rotundo, que se puede intentar volver a poblar con algo aquel
lugar tan lleno y, no obstante, tan vacío porque —como en el mito bíblico—
dispone de lugar para mucho, pero nunca llega a ofrecer un lugar tranquilo en
donde poder reposar, al fin, un corazón.
Juan Claudio
Álvarez
Barcelona, Mayo de 2017
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