El Sexto Verso




Yo escribí cinco versos. El primero empezaba por “A” y terminó dejando su quemazón en mi frente. El segundo unas manos amigas, un beso que acaricia mi costado en el tercero. El cuarto son tu ojos callados como dos horizontes perfectos. Una casa levantándose es el quito.

Mis versos no piden pan, ni inteligencia, ni gloria. No piden nada que no sea devorado más tarde cuando llegaron los críticos, cacacenos y elegantes algunos, con sus tejanos y zapatos rojos.

Llegaron a juzgar el valor de mis latidos, a envolver sardinas con las hojas de mis libros, a tomar prestada una ilusión para ser examinada con sus microscopios de liturgia y gramática.

Llegaron y se llevaron puntos y comas, paréntesis y otras armas punzantes también. Metáforas usadas, pleonasmos caducos, aliteraciones en desuso y claro, la lírica también. Aunque con esa no pudieron pues mi lírica, puta ramera de las tabernas, se envalentona y no se deja ni tocar apenas y abomina de las gramáticas roídas.

Luego se marcharon todos enfurecidos porque no fui lo bastante turbio para ellos. Mis libros son estrechos y están hechos de ilusiones y algo de tiniebla. No son doctos.

Entonces vi pasar el sexto verso de mi poesía. Caminaba sólo, cabizbajo y algo sombrío. Le vi llorar por las esquinas. El sexto verso es la esperanza destrozada e infectada de dulce menosprecio.

Le llamé y no contesto. Soy tu autor -le dije gritando- me miró con astucia y ternura mesuradas al decir: "La poesía amigo no pide pan, no tiene dueño. Existe sólo de pura rutina. El sexto verso eres tú, poeta. ¿Es que no lo ves en el espejo cada mañana?”

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