El Espejo Blanco de un Hada (prosa)


Como cada año llegan los turrones, el cava, las cenas con amigos, familia, empresa… Llegan los regalos y los gestos bondadosos. Todo está preñado de doble simbología, nutrido por una doble moral. Luces en las calles, gentes sonámbulas y niños atiborrados de promesas e ilusiones y, a lo peor, de falsas revelaciones.

Como cada Diciembre pervertimos el código, mudamos los malos sentimientos y nuestro perenne esfuerzo por compensar miedos y egoísmos, nos deja en la razón su quemadura: “Nos miraremos de nuevo en el espejo blanco de un hada”, me decía mi madre la Navidad de 1977 (yo tenía diez años).

Conscientes o no, los fantasmas de la Navidad nos visitan todavía… Proclamo que este año por Navidad seamos insensatos, lloremos o riamos: despojemos de lo absurdo los recuerdos empolvados de la infancia (que los miedos causen baja también). Es momento de mirar atrás con cariño, del recuento de promesas incumplidas, de maldecir tantos sueños y territorios robados, o mal contados y aún peor: mal vividos. ¡Qué nadie nos robe ni un ápice de ilusión! Los sueños serán sólo eso pero al menos sueños son.

A quien deteste la Navidad le diría que sí, efectivamente: yo detesto la Navidad al uso, pero esa es una lectura perversa y envenenada y ¿no es en estas fechas acaso cuando nos engalanamos y deseamos que lo inefable se cumpla? “¿Aun sabiendo que no será Navidad para todos?”, oigo decir…  No son tiempos para fiestas, ni para derroches, ni para nada. Lo sé. Perdonen, no lo puedo evitar: en Navidad me celebro y me canto (miserias, las justas).

Miro los balcones de mi calle y renuevo mi encanto para poder estrenarlo intacto el próximo año. No soy un iluso. Quizás un tanto soñador, lo sé. Harto quizás de tanto desencanto pero eso sí: que nadie me toque la Navidad. No la rompan, no la reinventen o la desprecien sólo por estar allí, esperando cada día 25 de todos los años.

Si matamos la Navidad o la despreciamos, si nos cansa tanta falsa abundancia, tanta vitrina decorada, tanta lotería que nunca toca, tanto papel de celofán y ese rojo impecable y cansino que hay que lucir todos los años… Sigo: si aborrecemos tanta “caja de bombones”, zapatos nuevos envueltos para regalo, vestidos y joyas caras, peinados renovados y maquillajes de salón; despreciamos a su vez el “haberlo merecido”. Todo puntual y a punto para celebrar, para celebrarnos.

Pienso: ¿somos nosotros quienes celebramos o somos celebrados? ¿Miramos o somos mirados? ¿Andamos o nos caminan? ¿Vivimos o somos vividos? Ustedes verán… pero por favor, no me rompan la ilusión (“sigan comprando”), nos inculcan desde todos lados.

Y vendrán los fariseos, los aguafiestas y querrán envenenar el turrón, el cava: la esperanza. ¡Qué nos cuenten el cuento de cada año! Quiero reiterar la ilusión de vivir una ilusión. La mía, que es la de muchos y muchas (me consta). Matar la Navidad implica distanciarnos del niño que fuimos, algo negativo y extraño. Es cansino, improductivo: cenizo.

Es no querer ver más allá de la desgracia, no poder superarla: llevarnos mal con nuestra frustración. Es no haber madurado (por ello la madurez se parezca tanto a la infancia) Lo sé, déjenme seguir. Les aseguro que si matan la Navidad, matarán al niño que albergaron, sus sueños, sus mínimas esperanzas y el signo de una pequeña resurrección hecha milagro.

Por ello, saquen brillo a sus regalos, expongan que la desgracia es mejor sin tanto sufrimiento, victimismo improductivo e inútil. ¿A quién sirve tanta desgracia sino a los desgraciados? ¡Digan sí a la vida! Y por favor, entiendan bien mi mensaje y recuerden que esta Navidad: “Nos miraremos de nuevo en el espejo blanco de un hada”.


Tenía razón mi madre: Feliz Navidad.

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