AMORES QUE MATAN (parte 2ª de ABRIR LA TIERRA)


Querelle, envilecido y totalmente transformado por un deseo incontrolable regresó a Brest en busca de su amado Darío para dar rienda suelta a sus más bajos instintos y así llevar a cabo una siniestra y secreta venganza. Habían pasado más de veinte años... Darío no reconoció a priori al hombre que ahora volvía y se mostraba ante él, ignorando el fatídico destino que le aguarda.

Luego que Darío fuese abandonado por su amante Querelle, pasó mucho tiempo sin noticias de él, tanto que no supo reconocer la silueta del joven que ahora le miraba absorto y sonriente desde el otro extremo del pequeño paseo marítimo. ¿Cómo? ¿Acaso era alguien de igual parecido a Querelle? Según los cálculos de Darío (un hombre ya de cuarenta y cinco años), Querelle debería tener casi su misma edad, quizás algo menos. 

Sin duda aquello no podía ser cierto. Se acercó titubeando preso de una mezcla de miedo y profunda emoción. Gritó corriendo hacia él: ¿Querelle? ¡Querelle, eres tú!, afirmó tácitamente abrazando un cuerpo veinte años más joven que él. No reparó, preso por la emoción, en que aquello no podía ser verdad.

Era Querelle de Brest, íntegro, bello y silente quien lo observada desde el otro lado de la calle; mirándole ahora con una frialdad enigmática tan intensa que hacía imposible cualquier aseveración.

Luego de aquel abrazo, Darío Alighieri, hijo de una afamada estirpe de marineros de la región, casado, padre y con una sólida reputación social en aquel pequeño pueblo francés de Brest; pudo sentir como quien lo abrazaba, atravesaba su abdomen con el filo de una navaja. A esto le siguió un rápido y limpio corte en la yugular que dejó en su asesino un siniestro sentimiento de victoria y una leve sonrisa que enaltecía aún más su maquiavélica belleza.

Querelle, parecía aún más joven si cabe, como si el tiempo no contara para él. Todo fue trágico y mágicamente siniestro. Darío cayó levemente apoyándose aún sobre el cuerpo ahora ensangrentado de su asesino. Lentamente Querelle depositó su cuerpo en el suelo, como quien acomoda a un recién nacido en el lecho. Un extraño halo de santidad iluminaba su siniestra y bella sonrisa. Era tarde ya, ni un sólo alma paseaba por la zona. La luna llena era el único testigo del crimen.

No hubo ensañamiento alguno: yo Darío Alighieri, muerto a manos de mi antiguo amante y de forma inusitada, pude ver ya desvanecido y sin vida, como desde mí se alzaba una leve bruma, separándose del cuerpo mortecino y ensangrentado que yacía en la acera. Ningún deseo de venganza me embargó, a pesar de que veía cómo el mundo se emborronaba ante mí. Los comercios, las calles y las farolas de la noche o el asfalto de las aceras, se disipaban difusamente perdiendo su habitual color y forma, cómplices de la tragedia.

El joven asesino (ante el asombro del espíritu de Darío a quien Querelle no percibía), decidió lanzar el cuerpo sin vida por el cercano acantilado, deshaciéndose así del cadáver. ¡Qué iluso! ¡Qué tristemente equivocado estaba! El mar se encargaría del resto y la noche de desmentir lo sucedido.

Querelle, luego de haberse asegurado de limpiar la sangre gracias a una fuente cercana y de haber hecho desaparecer todo rastro de delito, optó por marcharse sin derramar ni una sola lágrima. Su rostro se tiñó de sombra y su cuerpo esbelto e inexplicablemente joven todavía, enfilaba la ensenada solitaria donde tantas veces se amaron clandestinamente. 

De eso hacía ya más de veinte años. Fue entonces como antes de elevarme para siempre me alcé por encima de él, observé atento mi cadáver flotando en el mar y a los buitres repartiese mis restos cual carroña. Insisto, volví a mirar mi cadáver y la espalda álgida y fornida de Querelle quien indefectiblemente ahora lloraba sin tregua, apoyado en una farola, testigo mudo de aquel arrebato.

Busqué entonces inútilmente una hoja de papel para escribir una despedida. ¡Eran tantas las preguntas! pero sólo pude asirme a su nuca apenas manchada todavía por la sangre y conseguí besar su rostro. Él no lo notó. No me sintió ni pudo verme; quizás arrepentido por una eterna e incompresible maldición que pretendía subsanar con mi asesinato.

¡Quién sabe cuál fue el móvil de aquella muerte!

Nunca comprendí la partida súbita de antaño, ni ahora este final, ni por qué se mantenía asombrosamente joven a pesar del tiempo transcurrido, por lo que concluí tristemente en pensar que el amor tiene caminos insondable. Los misterios que pude ir vislumbrando desde donde ahora me encontraba los llevaré conmigo, allí a donde me dirijo, para no herir así la sensibilidad del lector.

Hay cosa que la razón desconoce y todavía más la razón humana.

Entonces recordé, al elevarme lentamente en el espacio, sus últimas palabras; aquellas pronunciadas justo antes  de su partida, aquel verano: “El Grifo sufría. Cuando lo llamaban águila, sentía como león; cuando lo llamaban león, no tenía el valor de volar como las águilas”. Jamás antes que ahora pude comprender su verdadero significado que conviene guardar ahora celosamente.

En aquel preciso momento, me desvanecí lentamente dejando atrás la imagen de mi amado asesino, derrotado en su eterna tristeza de humano. No sentí pena ni tampoco rencor. Una gran liberación se apoderó de mí. Jamás supe el porqué de lo ocurrido... aunque bien mirado, tampoco lo sabrás tú, lector.

El alba fue dejando jirones de sol esparcidos por el amanecer incipiente. A lo lejos, la magnífica silueta de Querelle se lanzaba ahora al vacío, en un intento estúpido por unirse con el objeto de su deseo, aquel que lo llevó a la locura.

La madrugada tiño de rocío un pequeño charco de sangre todavía, la sangre de Darío. El viento se llevó las promesas y los actos terribles que un amor loco e incontrolado a veces provoca.


FIN



Nota:

Idea y texto de Santiago Calleja Arrabalsobre prosa de Abilio Estévez y recreado el personaje de Jean Genet, "Querelle de Brest".
Imagen de Luizo Vega.

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