Amores que Matan

Segunda parte del texto "Abrir La Tierra" de 15 de Mayo, 2011 (buscar en el directorio de textos)

"Querelle, envilecido y totalmente transformado por un deseo incontrolable regresa a Brest en busca de su amado Darío para dar rienda suelta a sus más bajos instintos y así llevar a cabo una siniestra y secreta venanza. Han pasado más de veinte años... Darío no reconoce a priori quién es Querelle ni el destino fatídico que le aguarda"


Luego que Darío fuese abandonado por su amante Querelle pasó mucho tiempo sin noticias de él; tanto que no supo reconocer la silueta del joven que ahora le miraba absorto y sonriente desde el otro extremo del pequeño paseo marítimo. ¿Cómo? ¿Acaso era alguien de igual parecido a Querelle? Según los cálculos de Darío (un hombre ya de cuarenta y cinco años de edad), Querelle debería tener casi su misma edad, quizás algo menos. Sin duda aquello no podía ser verdad. Se acerco titubeando preso de una mezcla de miedo y profunda emoción. Gritó corriendo hacia él: - ¿Cómo? ¿Querelle? !Querelle, eres tú! -

Afirmó tácitamente abrazando un cuerpo veinte un años más joven que él . No reparó, preso por la emoción; en que aquello no podía ser cierto. Mas lo era: Era Querelle de Brest, íntegro, bello y silente quien le observada desde el otro lado de la calle. Mirándole ahora con una frialdad enigmática tan intensa que hacía imposible cualquier aseveración.

Luego de aquel abrazo último. Darío Alighieri, hijo de una afamada estirpe de marineros de la región, casado y con una sólida reputación social en aquel pequeño pueblo francés de Brest, pudo sentir como aquel cuerpo que le abrazaba le atravesaba el abdomen con el filo de una navaja. A esto le siguió un rápido y limpio corte en la yugular que dejó en su asesino un siniestro sentimiento de victoria y una leve sonrisa que enaltecía aún más su maquiavélica belleza. Querelle, parecía aún más joven si cabe; como si el tiempo no hubiera pasado para él. Todo fue trágico y mágicamente siniestro. Darío cayó levemente apoyándose aún sobre el cuerpo ahora ensangrentado de su asesino. Lentamente Querelle le dejó caer al suelo como quien deposita un recién nacido en su lecho. Un extraño halo de santidad iluminaba su siniestra y bella sonrisa. Era tarde ya, ni un sólo alma paseaba por la zona. La luna llena fue el único testigo del crimen.

No hubo ensañamiento alguno. Yo Darío Alighieri, muerto a manos de mi antiguo amante de forma inusitada, pude ver ya desvanecido y sin vida como algo que ya no era yo; se alzada a duras penas desde el cuerpo mortecino y ensangrentado. Ningún deseo de venganza me embargó a pesar de que veía cómo todo se iba desvaneciendo borrosamente ante mi. Los comercios, las calles y las farolas de la noche o el asfalto de las aceras perdían difusamente su habitual color; cómplices de aquella tragedia.

El joven asesino (ante el asombro del espíritu de Darío a quien Querelle no percibía) decidió lanzar el cuerpo sin vida por el cercano acantilado, deshaciéndose de lo que quedaba -"Qué iluso, qué tristemente equivocado estaba"- El mar se encargaría del resto y la noche de desmentir la tragedia.

Querelle, luego de haberse asegurado de limpiar la sangre gracias a una fuente cercana y de haber hecho desaparecer todo rastro de delito, optó por marcharse sin derramar ni una sola lágrima. Su rostro se tiñó de sombra y su cuerpo esbelto e inexplicablemente joven todavía; enfilaba la ensenada solitaria donde tantas veces se amaron clandestinamente de jóvenes; de eso hacía ya veinte un años. Fue entonces como antes de elevarme para siempre me alcé por encima de él, observé atento mi cadáver flotando en el mar y a los buitres repartiese mis restos cual carroña. Insito, volvía a mirar mi cadáver y la espalda álgida y fornida de Querelle quien indefectiblemente ahora lloraba sin tregua apoyado en una farola. Aquella que tantas veces nos vio amarnos clandestinamente.

Yo entonces, busqué inútilmente una hoja de papel para escribir una despedida. !Eran tantas las preguntas¡; más sólo pude asirme a su nuca apenas manchada todavía por la sangre y besé su rostro. Él no lo notó. No me sintió ni pudo verme; quizás arrepentido por una eterna e incompresible maldición que pretendía subsanar con mi asesinato y muerte. Quién sabe cuál era el móvil.

Nunca comprendí aquella partida súbita de antaño, ni ahora este final, ni el porqué se mantenía escabrosamente joven a pesar del tiempo transcurrido; por lo que concluí tristemente que el amor tiene caminos insondable y los misterios que pude ir vislumbrando desde donde ahora me encontraba los llevaré conmigo allí a donde me dirijo para no herir así la sensibilidad del lector. Hay cosa que la razón desconoce y todavía más la razón humana.

Entonces recordé al alzarme lentamente en el espacio sus últimas palabras de aquel verano justo antes de su partida: “El Grifo sufría. Cuando lo llamaban águila, sentía como león; cuando lo llamaban león, no tenía el valor de volar como las águilas” Nunca olvidaré aquellas palabras. Nunca antes que ahora comprendí su verdadero significado que conviene callar celosamente.

En aquel preciso momento, me desvanecí lentamente dejando atrás la imagen de mi amado asesino; derrotado en su eterna tristeza de humano. No sentí pena ni tampoco rencor. Una gran liberación se apoderó de mi. Jamás supe el porqué de lo ocurrido... Aunque bien mirado. Tampoco lo sabrás tú, lector.

El alba dejó jirones de sol derramados en el amanecer incipiente. La magnífica silueta de Querelle se lanzaba ahora al precipicio en un intento estúpido de unirse con el objeto de su deseo. La madrugada tiño de rocío el charco de sangre, la sangre de Darío y el viento se llevó las promesas y los actos innobles que el amor incontrolado a veces provoca.


Texto de Santiago Calleja, imagen de Luizo Vega
A propósito de prosa de Abilio Estévez
Recreando el personaje de "Querelle de Brest" de Jean Genet

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