EL SEXTO VERSO, nuevo
Yo escribí cinco versos.
Por “a” empezaba el primero
y terminó dejando en la razón
su quemadura.
El segundo: unas manos amigas.
Un beso que acaricia mi costado
es el tercero.
El cuarto son tus ojos callados,
como dos horizontes perfectos.
Una casa levantándose es el quinto.
Mis versos no piden pan,
ni inteligencia, ni gloria.
No piden nada que no sea devorado más
tarde,
cuando llegan los críticos, cacasenos y
elegantes algunos;
con sus tejanos y zapatos rojos.
Llegaron, a juzgar el valor de mis
latidos:
a envolver sardinas con las hojas de
mis libros,
a tomar prestada mi ilusión,
a tasar mis palabras con microscopios
de liturgia barata y mucha gramática.
Entraron y se llevaron puntos y comas,
paréntesis y otras armas punzantes:
metáforas usadas, pleonasmos caducados,
aliteraciones en desuso y claro, también
la lírica.
¡Aunque con ella no pudieron!
Pues mi lírica, ramera de las tabernas,
se envalentona y no deja títere con
cabeza.
Luego se marcharon todos,
porque no fui lo bastante turbio para
ellos.
Mis libros son estrechos,
están hechos de ilusión, crítica
y una pizca de tiniebla.
No son doctos; son sinceros.
Entonces, amigo: vi pasar el sexto
verso de mi poesía.
Caminaba sólo, cabizbajo y algo
sombrío.
Lo vi llorando por las esquinas.
Lo llamé y no contesto.
—“¡Soy
tu autor!”—, exclamé gritando.
Miró con astucia y ternura mesuradas,
al decir:
“La
poesía no pide pan; no tiene dueño.
Existe
sólo de pura rutina y ensueño.
El
sexto verso eres tú, poeta.
¿Es
que no lo ves en el espejo?”.
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